Siempre me sorprendiste. Llegado el momento de tu
partida, un discreto suspiro te bastó para emprender el vuelo hacia las quietudes
de la lejanía y evitar la triste despedida.
No habitas más en estas realidades. Pero a la cerrazón de
mi ánimo, regresa tu sombra entre el celaje de diversas reminiscencias.
¡Ay...! Tú no sabes cuánto me duele percibirte entre esa densa
neblina que me oculta tu amado rostro. Sin embargo, habré de acostumbrarme a tal modo de
sentirte cerca y aprenderé a querer a las penumbras, huéspedes de mi
soledad, ya que son las que captan tu esencia entre el polvo de las estrellas y
la convierten en ese halo mágico y opaco que a menudo me abraza hasta el alma.
Desde que te fuiste, estoy pidiéndole al Eterno por la
paz de tu espíritu. Ruego porque ahora sonrías sin dificultades e ingreses
a mis sueños, para mirar tus ojos
bonitos... para acariciar tu cara y tu cabello claro, para besar tus manos,
madre querida.
ISABEL.
29/11/13