¡Madre mía, cuánta belleza junta! La luna radiante en la altura y la noche, tapiz infinito y estrellado. Esa calma profunda que desprende el silencio absoluto, un remanso donde mi alma bohemia y soñadora, se siente joven otra vez, poeta y, sí, eternamente enamorada.
Perdón, Señora Luna, si mi vocabulario no logra hacerte justicia, si el verbo es torpe y la rima incierta para acariciar dignamente tu manto alabastrino, esa tela de seda que envuelve el cielo, y no sentir vergüenza de ofrecerte un sentimiento tan humano.
Tú eres el faro prendido sobre el terciopelo oscuro que el frío de noviembre ha bordado con escarcha; eres el espejo plateado de un antiguo y persistente anhelo; el hada madrina que consuela al insomne trovador, la misma poesía que la leyenda ha cantado a través de los siglos, desde que el primer hombre alzó la vista y quedó sin aliento.
Y hoy, bajo tu majestuosa presencia, siento cómo el tiempo se detiene en seco, se congela y no me apura. Soy apenas un punto diminuto en esta inmensidad que me cobija, bebiendo la paz infinita que irradia tu hermosura.
¡Oh, Dama de plata, eterna viajera! Ya que me has permitido ser testigo de esta paz, te pido que guardes este instante en tu memoria cósmica. Retén la quietud de este noviembre, esta sensación de juventud recuperada.
Aquí me quedo, a los pies de tu luz, donde un alma bohemia te espera para escribir contigo, en el lienzo del silencio, una nueva y luminosa historia.
06/11/25
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